ACTO DE ABANDONO

Dios mío, creo en tu infinita bondad, no sólo en aquella bondad que abarca al mundo, sino en aquella bondad particular y personal que me atiende a mí, pobre criatura y que dispone todo para mi mejor bien. Por esto, Señor, aunque no lo veo, ni comprendo, ni lo advierto, creo que el estado en que me encuentro y todo lo que me sucede es obra de tu amor. Con toda mi voluntad, lo prefiero a cualquier otra situación que me sería más agradable, pero que no vendría de ti. Me encomiendo en tus manos: haz de mí lo que te plazca, no dándome ningún otro consuelo que el de obedecerte. Amén.

miércoles, 28 de mayo de 2008


LITURGIA Y MÚSICA SACRA (1º parte)
Card. Joseph Ratzinger
Revista Gladius Nº 9 – Asunción de María de 1987

Recientemente el Cardenal Joseph Ratzinger pronunció en Roma una medulosa conferencia acerca de la música sacra. Conocedores del elevado interés de sus conceptos nos dirigimos a él solicitándole el texto de la misma. El Cardenal accedió generosamente a nuestro requerimiento. Desde estas columnas expresamos nuestro agradecimiento al autor por su deferencia con GLADIUS (N. de la R.)



Desde el comienzo existió una relación fraternal entre la música y la liturgia. Cuando el hombre alaba a Dios, las palabras por sí solas son insuficientes. La palabra elevada a Dios trasciende los límites del lenguaje humano. Por este motivo, el lenguaje, por naturaleza propia y en todas partes, invocó la ayuda de la música, el canto y la voz de la creación en el sonido de los instrumentos. De hecho, en la adoración a Dios no participa solamente el hombre. La liturgia como servicio de Dios, es el inserirse en Aquel del que hablan todas las cosas.

Por su propia naturaleza, la liturgia y la música están estrechamente unidas, aunque la relación entre ellas ha sido siempre compleja, sobre todo en los momentos cruciales de transición, en la historia y en la cultura. No podemos sorprendernos que sea puesto hoy otra vez en discusión el problema de la forma adecuada de la música en la celebración litúrgica. En las disputas del Concilio y también después parecía que se trataba simplemente de divergencias entre personas dedicadas a la práctica pastoral por un lado y músicos de Iglesia por otro, que no querían afiliarse a un concepto de simple practibilidad pastoral, pero sí hacer valer la dignidad intrínseca de la música como una escala de valores pastorales y litúrgicos de criterios propios (1). El conflicto parecía por tanto tener esencialmente lugar sólo en el plano de la aplicación. En este ínterin, la separación tornóse más profunda. La segunda ola de la reforma litúrgica lleva el problema hasta sus fundamentos. Se trata ahora de la naturaleza de la acción litúrgica como tal, de sus bases antropológicas y teológicas. El conflicto que envuelve a la música sacra es sintomático para la cuestión más profunda, que sería la litúrgica.

1- ¿SUPERAR EL CONCILIO?
UNA NUEVA CONCEPCIÓN DE LA LITURGIA

La nueva etapa en que se manifiesta la voluntad de una reforma litúrgica considera explícitamente sus fundamentos no ya en las palabras emitidas por el Concilio Vaticano II, pero sí en su “espíritu”. Utilizo aquí como texto sintomático el artículo bien informado y coherente sobre el canto y la música en la Iglesia del Nuevo Diccionario de la Liturgia. Aquí no se pone en discusión el alto valor artístico del canto gregoriano o de la polifonía clásica. Ni tampoco se establece una confrontación entre la actividad comunitaria y un arte elitista. El punto crucial de la discusión no consiste asimismo en la refutación de una cierta petrificación histórica que se limitase a copiar el pasado, y de esta manera sin presente y sin futuro. Se trata por sobre todo de una nueva concepción básica de la liturgia, con la que se pretende superar al Concilio, cuya constitución litúrgica tendría “dos almas” (2).

Tratemos de exponer brevemente esta concepción en sus lineamientos principales. El punto de partida de la liturgia – así se nos dice – radica en la reunión de dos o tres personas que se congregan en el nombre de Cristo (3). Tal referencia a la promesa que se incluye en las palabras del Señor (Mt. 18,20) suena, al escucharla por primera vez, como algo inofensivo y tradicional. Pero dichas palabras contienen una tendencia revolucionaria por el hecho de que la cita bíblica es sacada de su contexto y se la hace resaltar en contraste con toda la tradición litúrgica. Porque los “dos o tres” son enarbolados en oposición a una Institución con papeles institucionalizados y a todo “programa codificado” (4). Así, tal afirmación significa: No es la Iglesia quien precede al grupo, sino el grupo quien precede a la Iglesia. No es la Iglesia en su dimensión global la que sostiene la liturgia de los grupos individuales o comunidades, sino que es el grupo mismo el lugar de origen de la liturgia. La liturgia no crece por tanto partiendo de un modelo común, de un “rito” (reducido a un “programa codificado”, imagen negativa de falta de libertad); la liturgia nace en un momento y un ambiente determinado, gracias a la creatividad de todas las personas que se encuentran reunidas. En tal lenguaje sociológico, el sacramento del sacerdocio es presentado como un papel institucional que ha instaurado un monopolio, y que por medio de la Institución (la Iglesia) ha disuelto la unidad primitiva y la comunidad de los grupos. En semejante contexto, la música, se nos dice, así como el latín, se tornó un lenguaje de iniciados: “la expresión de otra Iglesia, o sea de la Institución y su clero” (5).

El haber aislado el versículo de Mateo 18,20 de la total tradición bíblica y eclesiástica de la oración común de la Iglesia, trae, como se puede observar aquí, graves consecuencias: la promesa que el Señor hizo a los orantes de cada lugar, transformóse en una dogmatización de los grupos autónomos. De la comunión en el orar se llegó a un igualitarismo que considera el desarrollo del ministerio sacerdotal como el surgimiento de otra Iglesia. Desde este punto de vista, toda propuesta que provenga de la Totalidad es considerada como eslabón de una cadena contra la cual es menester sublevarse por amor a la novedad y la libertad de la celebración litúrgica. No la obediencia frente a un todo, sino la creatividad del momento tórnase la forma determinante.

Es evidente que juntamente con la adopción de un lenguaje sociológico hubo aquí una adopción de valores; el sistema de valores establecido por el lenguaje sociológico forma una nueva visión positiva y negativa de la historia y del presente. De esta forma, los conceptos tradicionales(digámoslo de paso, también conciliares), como por ejemplo, “el tesoro de la música sacra”, “el órgano, rey de los instrumentos”, “la universalidad del canto gregoriano”, son considerados como “mistificaciones” con el objetivo de “conservar una determinada forma de poder” (6) Una cierta manera de administración del poder (así se nos dice) sintiéndose amenazada por los procesos de transformaciones culturales, reacciona y encubre con la máscara del amor a la tradición su esfuerzo de autoconservación. El canto gregoriano y Palestrina serían deidades patronales de un antiguo repertorio mitificado (7), partes integrantes de una contracultura católica que en ellos se apoyaría como arquetipos remitificados y supersacralizados (8), debiendo ser considerados en la historia de la liturgia de la Iglesia más como expresión de una burocracia de culto que de la actividad cantante del pueblo (9). Asimismo, el contenido del Motu Proprio de Pío X sobre la música sacra es considerado como una “ideología de música sacra culturalmente miope y teológicamente nula” (10). Aquí, como resulta evidente, no actúa solamente una mentalidad sociologista, sino también un intento por separar totalmente el Nuevo Testamento de la historia de la Iglesia, unido a una teoría de la decadencia, característica de muchas situaciones signadas por el iluminismo: lo puro sólo puede encontrarse en los inicios evangélicos, todo el resto de la historia aparece como una “aventura musical con experiencias desorientadas y erróneas”, que ahora deben terminarse para finalmente retomar el rumbo justo (11).

Pero ¿cómo se configura ahora lo nuevo y lo mejor? Los principios directivos ya fueron mencionados de manera sutil precedentemente; ahora debemos prestar atención más detalladamente a su concreción. Dos valores fundamentales se argumentan de un modo claro, “el valor primario” de una liturgia renovada, se nos dice, consistiría en “el actuar de todas las personas en plenitud y autenticidad” (12); consecuentemente, la música de la Iglesia significa en primera línea que el “pueblo de Dios” manifiesta su identidad cantando. Con esto tiénese el criterio de valor que aquí actúa: la música se muestra como la fuerza que realiza la cohesión del grupo. Los cantos que se entonan revelarían los caracteres distintivos de una comunidad (13). De estas premisas surgen las categorías principales de la estructuración musical de la liturgia: el proyecto, el programa, la animación, la dirección. Más importante que el Qué (así se nos dice) sería el Cómo (14). El poder celebrar sería sobre todo el “poder hacer”; la música debería ante todo ser “hecha”... (15). Para no ser injusto debo agregar que en el artículo en cuestión no se deja absolutamente de manifestar comprensión por las diversas situaciones culturales, restando un espacio abierto para la adopción de bienes históricos. Y sobre todo se resalta el carácter pascual de la liturgia cristiana, cuyo canto no solamente representaría la identidad del pueblo de Dios, sino que también debería dar cuenta de la esperanza y anunciar a todos la faz del Padre de Jesucristo (16).

Quedan, así, elementos de continuidad en la gran ruptura, que permiten el diálogo y mantienen la esperanza de que se pueda volver a encontrar la unidad en la comprensión de base de la liturgia, amenazada de perderse cuando se pretende que la liturgia deriva del grupo en vez de la Iglesia, y esto no solamente en un plano teórico, sino también en la práctica concreta del servicio divino. No me referiría tan detalladamente a esto, si pensase que tales ideas debiesen ser atribuidas a teóricos aislados. Aunque es indiscutible que tales ideas no pueden apoyarse en el texto del Vaticano II, se ha introducido en algunos secretariados litúrgicos y sus órganos respectivos la opinión de que el espíritu del Concilio orienta en dicha dirección. Una opinión, por demás divulgada hoy, ya en el sentido de lo que acabamos de describir, o sea, de que la así llamada creatividad, la actuación de todos los presentes, y la referencia a un grupo de personas que se conocen e interpelan mutuamente serían las categorías propias de la concepción litúrgica conciliar. No solamente hay sacerdotes, sino también Obispos, que tienen algunas veces la sensación de no ser fieles al Concilio, si rezan todo así como está en el Misal. Debe existir al menos un estilo “creativo”, por vano que sea. El saludo civil de los presentes y, en lo posible, también los cordiales deseos de despedida son ya considerados como parte obligatoria de la acción sacra, de los que ninguno se atreve a sustraerse.

2- EL FUNDAMENTO FILOSÓFICO DEL CONCEPTO Y SU CUESTIONAMIENTO

Todavía no hemos considerado, ni siquiera ligeramente, el núcleo de esta transformación de valores. Todo lo dicho hasta aquí resulta de la anteposición del grupo a la Iglesia. Pero ¿ello por qué? El motivo radica en el hecho de que quienes tal cambio propugnan subordinan la Iglesia al concepto genérico de “institución”, y el término “institución” en el tipo de sociología aquí adoptada lleva en sí una cualidad negativa. Ella encarna el poder, y el poder es considerado como contrario a la libertad. Dado que la fe (la imitación de Jesús) es concebida como un valor positivo, deber estar al lado de la libertad, y por su naturaleza debe entonces ser antiinstitucional también. En consecuencia, la liturgia no puede ser un sustento o una parte de la institución; debe por lo tanto constituir una fuerza contrastante que ayude a revertir a los poderosos del trono. La esperanza pascual, de la que la liturgia debe dar testimonio, puede tornarse en algo muy terrenal, si se asume dicho punto de partida; se transforma en esperanza de superación de instituciones y en un medio de lucha contra el poder. Quien conozca la llamada Misa Nicaragüense, aun sólo por haber leído sus textos, puede tener una impresión de esa desviación de la esperanza y del nuevo realismo que la liturgia pretende así conquistar, como instrumento de una promesa militante. Puede ver también cuál es el significado y la importancia que se atribuye a la música en la nueva concepción. La fuerza excitante del grito de los cantos revolucionarios comunica un entusiasmo y una convicción que no podrían derivarse de una liturgia simplemente recitada. Como se ve, aquí ya no se trata más de una mera oposición a la música litúrgica. Ella obtuvo un nuevo papel insustituible, el despertar las energías irracionales y del empuje comunitario, al cual todo tiende. Pero ella es, al mismo tiempo, formación de conciencia, porque la palabra cantada se comunica de manera mucho más eficaz al espíritu que la palabra simplemente pensada o hablada. Por lo demás, en camino que lleva a la liturgia del grupo, intencionalmente se supera el límite de la comunidad local: gracias a la forma litúrgica y su música se intenta construir una nueva solidaridad, por medio de la cual debe formarse un nuevo pueblo que se autodefine pueblo de Dios, que se considera Dios a sí mismo y las energías históricas en él realizadas.

Volvamos una vez al análisis de los valores que se transformaron en determinantes en la nueva conciencia litúrgica. Tratábase por una parte de la cualidad negativa del concepto de institución y de la consideración de la Iglesia exclusivamente desde esa faceta sociológica y, para colmo, no ya en la óptica de una sociología empírica, sino desde un punto de vista que deriva de los así llamados maestros de la sospecha. Observamos que ellos han cumplido su obra de modo eficaz. En verdad, lograron determinar las conciencias en un sentido preciso, aún sin conocer ellas el origen de tal determinación. La sospecha no hubiera estado acompañada de una promesa, de fascinación casi irresistible, a saber, la idea de libertad como el verdadero derecho de la dignidad humana. Es por eso que el punto crucial de la discusión ha de ser la pregunta: ¿Cuál es el verdadero concepto de libertad? De este modo, la disputa sobre la liturgia abandona las cuestiones superficiales de forma y es reconducida a su punto esencial, ya que en la liturgia se trata en verdad de la presencia de la salvación, del alcance de la verdadera libertad. Señalando el núcleo de la cuestión se alcanza sin duda el elemento positivo de la nueva disputa.

Al mismo tiempo se manifiesta cuál es el sufrimiento verdadero de la cristiandad católica. Si ahora la Iglesia aparece solamente como institución, como detentora del poder, y entonces, como contraparte de la libertad, como impedimento para la salvación, entonces la fe se contradice, porque si, por un lado, no puede existir sin la Iglesia, por el otro se dirige fundamentalmente contra ella. Allí radica también la paradoja verdaderamente trágica de la reforma litúrgica, porque la liturgia sin la Iglesia es en sí una contradicción. Donde todos actúan, para que todos sean Sujeto, desaparece, con la Iglesia, el sujeto común, así como también Aquel que actúa verdaderamente en la liturgia. Se olvidan de hecho que la liturgia es también “Opus Dei”, en la que Dios actúa, Él mismo en primer lugar; nosotros por medio de Su acción somos salvados. Cuando el grupo se celebra así mismo, en realidad no celebra nada, porque el grupo no es motivo para celebrar. Es por esto que la acción litúrgica, como la entiende la Iglesia, se transforma en algo fastidioso. No sucede nada, si Aquel que todo el mundo espera permanece ausente. Así se hace lógica la transición hacia otros objetivos concretos, como se refleja en la Misa Nicaragüense.

Los sustentadores de este modo de pensar deben por ende ser interrogados con toda decisión: ¿es la Iglesia en verdad una mera institución, una burocracia de culto, un aparato de poder? ¿Es el ministerio sacerdotal solamente un monopolio de privilegios sagrados? Si no se logra superar estas ideas también en el plano afectivo y mirar nuevamente con el corazón a la Iglesia de otra manera, la liturgia no será renovada sino muerta; serán muertos que entierran a muertos, aunque a esto lo llamen reforma. Entonces, naturalmente, ya no habrá más música de Iglesia, porque el sujeto, la Iglesia, se habrá perdido. De derecho, tampoco se podrá hablar más de liturgia, dado que ella presupone a la Iglesia; lo que pervivirá no serán sino rituales de grupos que se sirven más o menos hábilmente de medios de expresión musical. Si la liturgia ha de sobrevivir o ser renovada, es necesidad elemental que la Iglesia sea redescubierta nuevamente. Más aún, yo agregaría que si la alienación del hombre ha de ser superada, si el hombre debe reencontrar su identidad, es indispensable que encuentre de nuevo a la Iglesia. Ella, en verdad, lejos de ser una institución misantrópica, es aquel nuevo Nosotros en que finalmente el Yo puede conquistar su base y su permanencia.

Sería benéfico releer en este contexto con mucha atención el librito con que Romano Guardini, el gran pionero de la reforma litúrgica, concluyó su obra literaria en el último año del Concilio (17). Él mismo confiesa que escribió este libro con preocupación por la Iglesia y con amor hacia Ella, ya que conocía muy bien su aspecto humano y la amenaza que se cernía. Él aprendió a descubrir en aquella humanidad el escándalo de la encarnación de Dios, aprendió a ver en ella la presencia del Señor que hizo de la Iglesia su cuerpo. Sólo así existe una contemporaneidad de Jesucristo con nosotros. Y solamente si se da dicha contemporaneidad existe una liturgia real, que no es solamente un recordar el misterio pascual, sino Su presencia verdadera. Sólo si es así, la liturgia es participación en el diálogo trinitario entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Solamente de este modo la liturgia no es nuestro “hacer”, sino el Opus Dei, el actuar de Dios sobre nosotros y en nosotros. Por eso Guardini ha resaltado expresamente que en la liturgia no importa hacer alguna cosa, sino ser. Sostener que la actuación de todos sea el valor central de liturgia es la más radical contraposición que se pueda haber imaginado a la concepción que tiene Guardini de la liturgia. En realidad el actuar de todos nosotros no solamente no es el valor fundamental de la liturgia, sino que, como tal, no es en verdad ningún valor (18).

Me abstengo de profundizar en estos problemas; nos debemos concentrar en el objetivo de encontrar un punto de partida y una escala de valores para una justa relación entre liturgia y música. En verdad desde este punto de vista resulta de gran importancia la constatación de que el verdadero sujeto de la liturgia es la Iglesia y, más precisamente, la “communio sanctorum” de todos los lugares y de todos los tiempos. De esto no resulta solamente – como Guardini en uno de sus primeros escritos, “Liturgische Bildung”, ha mostrado detalladamente – la indisponibilidad de la liturgia frente a la arbitrariedad del grupo y del individuo (también del clero y de los especialistas) (19), y por tanto lo que Guardini llamaba su objetividad y su positividad; resulta, sobre todo, las tres dimensiones ontológicas en las que la liturgia vive: el cosmos, la historia y el misterio. La llamada de la historia comprende un desarrollo, esto es, la vinculación a alguna cosa vital que tiene inicio, que continua operando, que resta presente sin concluirse, pero que vive solamente en la medida en que continua desarrollándose. Algo se atrofia, otra cosa se olvida y se retoma más tarde, con una nueva forma; siempre, por lo tanto, el desarrollo significa participación en un inicio abierto hacia adelante. Con esto hemos tocado ya una segunda categoría que, colocada en relación con el cosmos, conquista su significación específica: la liturgia comprendida de tal modo vive en la forma fundamental de la participación. Nadie es su primer y único creador; para cada uno, ella es una participación en algo más amplio, que lo supera, pero también cada uno es un actor porque es un receptor. La referencia al Misterio significa finalmente que el inicio del acontecer litúrgico no está nunca en nosotros mismos. Es la respuesta a una iniciativa de lo alto, a una llamada y a un acto de amor que es misterio. Problemas existen para ser esclarecidos; el misterio todavía no se abre a la explicación, sino solamente cuando se lo acepta en el consentimiento, en el sí, que siguiendo las huellas de la Biblia podemos llamar, también hoy, con el nombre de obediencia.

Llegamos así a un punto de gran importancia para el factor artístico. La pretendida liturgia de grupo, en verdad, no es cósmica, pues vive de la autonomía del grupo. No tiene historia, sino que se caracteriza por la propia emancipación de la historia, por el hacerse a sí mismo, aunque se trabaje con escenarios históricos. No conoce el misterio, porque en ella todo resulta esclarecido y ha de ser esclarecido. El desarrollo y la participación le son asimismo extraños tanto como la obediencia. En lugar de todo ello se pone la creatividad, mediante la cual la autonomía del emancipado intenta finalmente confirmarse. Tal creatividad, que quisiera se la expresión activa de la autonomía y emancipación, es por esto mismo totalmente contraria a toda participación. Sus signos son la arbitrariedad, cual modo necesario de renegar de cada forma o norma existente; la irrepetibilidad, porque repetición sería ya dependencia; la artificialidad, porque debe tratarse de una pura creación del hombre. Así tórnase claro que una creatividad humana que no quiera ser recepción y participación es absurda por su propia esencia, y no es verdadera, porque el hombre solamente puede ser él mismo a través de la recepción y de la participación. Tal creatividad es fuga de la “conditio humana” y por eso es falsa. La decadencia de la cultura se inicia allí donde, con la pérdida de la fe en Dios, resulta también cuestionada una precedente razón del Ser.

Resumamos lo que hemos alcanzado hasta aquí en orden a poder después señalar las consecuencias para el punto de partida y para la forma fundamental de la música de la Iglesia. Hemos percibido cómo el primado del grupo resultó de una manera de considerar a la Iglesia cual si fuera una mera institución, basada en una idea de libertad que no se presta para compaginarse con la idea y la realidad de lo institucional, y que no está capacitada para percibir la dimensión del misterio en la realidad de la Iglesia. La libertad es entendida a partir de la idea-guía de autonomía y emancipación, y se concreta en la idea de creatividad, que según ese telón de fondo se pone en estricto contraste con aquella objetividad y positividad que son esenciales a la liturgia eclesiástica. El grupo debe cada vez inventarse a sí mismo, cada vez de nuevo; solamente entonces será libre. Ya hemos también señalado cómo la liturgia, que merece este nombre, se opone radicalmente a semejante concepción. La liturgia está contra la arbitrariedad ahistórica, que no conoce ningún desarrollo y por tanto camina en el vacío; está contra una irrepetibilidad que también es exclusión y pérdida de comunicación más allá de los grupos; no está contra la tecnología, pero sí contra lo artificial que hace que el hombre se cree su contramundo perdiendo de la vista y del corazón la creación de Dios. Los contrastes son claros, en su punto de partida, como clara es la fundamentación intrínseca del modo de pensar del grupo, a partir de una idea de libertad comprendida de modo autonomístico. Pero ahora es preciso preguntarse en forma positiva acerca de la concepción antropológica sobre la que se basa la liturgia en el sentido de la fe de la Iglesia.

lunes, 5 de mayo de 2008

De “Teología Moral para seglares”, Fr. Antonio Royo Marín OP, BAC.

Fin del Matrimonio

462. En el matrimonio se distingue un doble fin: primario y secundario. Vamos a precisarlos en dos conclusiones:
Conclusión I: El fin primario del matrimonio es la generación y educación de los hijos.
He aquí las pruebas:
a) Sagrada Escritura: Dios instituyó el matrimonio como contrato natural con las siguientes palabras: “Procread y multiplicaos y henchid la tierra” (Gen. 1.28). Luego ésa es su finalidad primaria y principal.
b) El Magisterio de la Iglesia: Como acabamos de indicar, el Código Canónico declara expresamente que “la procreación y la educación de la prole es el fin primario del matrimonio”. Este fin es tan necesario y tan esencial que, si se le excluye positivamente, no puede haber matrimonio válido, pues a él se ordena el matrimonio por su misma naturaleza.
c) La razón teológica: La da Santo Tomás en la siguiente forma: “El matrimonio fue instituido principalmente para el bien de la prole, no sólo para engendrarla, ya que eso puede verificarse también fuera del matrimonio, sino además para conducirla a un estado perfecto, pues todas las cosas tienden a que sus efectos logren la debida perfección. Dos perfecciones podemos considerar en la prole, a saber, la perfección de la naturaleza no sólo en cuanto al cuerpo (educación física), sino también respecto del alma mediante aquellas cosas que pertenecen a la ley natural (educación moral) y la perfección de la gracia (educación religiosa)”…


Conclusión II: El fin secundario del matrimonio es la ayuda mutua de los cónyuges y el remedio de la concupiscencia.
He aquí las pruebas:
a) Sagrada Escritura: .. Gen. 2.18 y ss. … 1Cor 7.9.
b) El Magisterio de la Iglesia: Es doctrina constante de la Iglesia, recogida oficialmente en el Código canónico. Escuchemos a Pío XI en su encíclica sobre el matrimonio: “Hay pues tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios, como son la ayuda mutua, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia, cuya consecución de ninguna manera está prohibida a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto conyugal y, por ende, su debida ordenación al fin primario” Casti connubii n.13
c) La razón teológica: (La da Santo Tomás) …

463. Errores y desviaciones modernas en torno a los fines del matrimonio

Por lo que acabamos de decir puede deducirse lo que hay que pensar en torno a ciertas teorías modernas que abogan por un cambio de valores en torno a los fines del matrimonio tal como hasta ahora los ha entendido la tradición cristiana, en el sentido de poner como fin primario del mismo el amor recíproco de los cónyuges, que alcanzaría su máximo exponente en su unión carnal. La procreación, más que el fin primario, no es sino una consecuencia del amor entre los cónyuges, que sería el verdadero fin primario y esencial.
La Iglesia ha rechazado explícitamente semejantes novedades, que llevarían lógicamente a las mayores aberraciones (v. gr. a que la impotencia generativa no sería impedimento dirimente del matrimonio, a que podría practicarse el onanismo por cualquier leve pretexto, etc.). Consta por las enseñanzas de Pío XII en diferentes ocasiones y por la formal y terminante declaración del Santo Oficio (hoy Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto es el Card. Ratzinger).
Escuchemos a Pío XII:
“La verdad es que el matrimonio, como institución natural, por disposición divina no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y educación de una nueva vida. Los otros fines, aun siendo intentados por la naturaleza, no se hallan al mismo nivel que el primario, y menos aún le son superiores; antes bien, le están esencialmente subordinados.
Precisamente para cortar radicalmente todas las incertidumbres y desviaciones que amenazaban difundir errores tocante a la jerarquía de los fines del matrimonio y de sus mutuas relaciones, Nos mismo redactamos hace algunos años (10/03/1944) una declaración sobre el orden que guardan dichos fines, indicando que la misma estructura interna de la disposición natural revela lo que es el patrimonio de la tradición cristiana, lo que los Sumos Pontífices han enseñado repetidamente y lo que en la debida forma ha sido fijado por el Código de Derecho Canónico. Y poco después, para corregir las opiniones contrarias, publicó la Santa Sede un decreto en el que se declara que no puede admitirse la sentencia de ciertos autores recientes, que niegan que el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que son equivalentes e independientes de él”. Pío XII Discurso a las obstetrices de Roma, 29/10/1951 AAS 43, 835-854.
He aquí el texto íntegro del decreto del Santo Oficio a que alude el Papa en las palabras que acabamos de citar:
“Se han publicado en estos últimos años algunos escritos acerca de los fines del matrimonio y la relación y orden que guardan entre sí, donde se afirma que la generación de la prole no es el fin primario del matrimonio o que los fines secundarios de éste no están subordinados al fin primario, sino que son independientes del mismo.
En estos escritos, unos señalan un fin primario al matrimonio y otros le asignan otro; por ejemplo, el complemento y personal perfección de los cónyuges mediante una plena comunión de vida y de acción; el mutuo amor y unión de los cónyuges, que ha de fomentarse y perfeccionarse por la entrega psíquica y corporal de la propia persona, y otros muchos por el estilo.
A veces, en esos mismos escritos, a los vocablos empleados en los documentos eclesiásiticos (tales como fin primario y secundario) se les da un sentido que no está en armonía con el atribuido comúnmente por los teólogos.
Esta nueva manera de pensar y de expresarse ha venido a sembrar errores y a fomentar incertidumbres. Para conjurar unos y otras, los eminentísimos y reverendísimos Padres de esta Suprema Sagrada Congregación encargados de la tutela de las cosas de la fe y costumbres, en sesión plenaria habida el miércoles 29 de marzo de 1944, a la duda propuesta: “Si puede admitirse la opinión de algunos modernos, que niegan que el fin primario del matrimonio sea la generación y educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que son igualmente principales e independientes”, resolvieron que se debía contestar: Negativamente…”

jueves, 1 de mayo de 2008

Cultura




CULTURA

El de la cultura es un tema grato a los petulantes y los macaneadores, a los funcionarios ignorantes y a los literatos de pacotilla. Circunstancia ésta que no resulta suficiente, sin embargo, para desconocer su importancia capital. Ya que en torno a la cultura se libra hoy una guerra sin cuartel, el curso de cuyas acciones no nos resulta favorable.

Funcionarios y literatos se obstinan en definir la cultura. Pese a que las definiciones sirvan para poco pues, cuando son suscintas, excluyen aspectos menudos que resultan insoslayables, y, si son extensas, no sirven como definición.

Funcionarios y literatos se han inclinado por definir la cultura de manera amplia. Cosa que permite a los funcionarios del área específica expandir sus dominios y permite a los literatos opinar sobre cualquier cosa. Así, unos y otros, suelen afirmar enfáticamente que “cultura es todo”.

Cuando un funcionario o un literato afirman que cultura es todo quieren señalar que ella abarca la totalidad de las actividades del hombre, incluyendo manifestaciones tales como los insultos que la tribuna prodiga a un réferi de fútbol o las leyendas chanchas que adornan los mingitorios ferroviarios. Y a mí se me hace que eso es falso.

El término cultura deviene de cultivo, en el sentido chacarero de la voz. Se vincula con el laboreo de la tierra, con esa alta tarea que no permite improvisaciones ni devaneos. Y quienes relacionaron la cultura con la labranza fueron los romanos, que no hablaban por hablar. De manera que, para otorgar a nuestras interrogaciones un punto de partida firme, es bueno atender a los romanos y delinear un sensato paralelo entre el trabajo agrario y la naturaleza de la cultura.

Advertiremos entonces, en primer lugar, que el trabajo agrario es un trabajo. Y eso indica que la cultura supone una cuota de esfuerzo, de dedicación y empeño. Por otra parte, ningún chacarero ignora que no se labra la tierra para sembrar yuyos, inocuos o dañinos. Los yuyos crecen solos y el abrepuño, el chamico y el abrojo han de arrancarse para que no arruinen las sementeras.

También se sabe que el trabajo del agricultor es igual y diferente en el mundo entero e iguales y diferentes los frutos que con él se obtienen. En todas partes se ara, se siembra, se cosecha. Pero en algunos lugares utilizan arados de mancera tirados por bueyes y en otros arados de discos tirados por tractores. Y, según sea el suelo o el clima, aquí se trillará cebada y allí se colectará soja.

¿Qué nos están indicando esas características propias del agro, trasladadas al plano de la cultura? Que las expresiones del instinto y la pasión, aquellas que no hayan exigido esfuerzo y no revelen algún grado de refinamiento, tampoco han de incluirse entre los productos de la cultura ni deben formar parte de ella, como los yuyos. Menos que menos si se tratara de yuyos dañinos, que perjudican los sembrados, del mismo modo que perjudican la cultura las manifestaciones opuestas a la Verdad y a la Belleza, que harán las veces del abrepuño y el chamico.

Están indicando asimismo que, siendo la cultura una sola, igual que es una la tarea del campesino de Manchuria y el chacarero de Bragado, presenta infinitas peculiaridades y variantes, derivadas de que la lluvia sea mucha o poca y el suelo fértil o árido, que las tradiciones de una región sean épicas o burguesas y que el carácter de sus pobladores aparezca como jocundo o melancólico.

No es ocioso que te hable de cultura. Pues según lo que entendemos por cultura se modelará de uno u otro modo el espíritu de las gentes y habrá de cincelarse el rostro de las naciones. Has de oponerte, muchacho, a que con pretextos culturales se siembren los yuyos de las pasiones y se difunda la mala semilla del abrojo permisivo y aberrante. Y has de procurar que, cuando de cultura se trate, sea respetada la índole de tu país, a fin de preservar y destacar cuanto tenga de propio y singular. Si malo es se masifiquen las personas, peor será que se masifiquen las naciones, disponiéndolas para la uniformidad que abre paso al sojuzgamiento. Lo cual no implica negar las analogías que en el universo presentan las labores de labranza, similares a la impronta común grabada en el espíritu del hombre, genérica y profunda.

En este terreno, tal como lo anticipé, está planteada una guerra sin cuartel. Ya que existe la decisión explícita de desmoronar la Cultura de Occidente, la Civilización Cristiana, atacando los cimientos mismos en que se asienta tan bella construcción, ya en ruinas. Cimientos éstos que corresponden al plano de la cultura.

Cada una de las piedras que forman dichos cimientos está recibiendo golpes. Piedras que son valores hasta ayer indiscutidos y presupuestos que nadie osó poner jamás en tela de juicio. Y que ya no sólo se discuten sino que se ignoran, como si nunca hubieran existido. Alterando así las raíces en que se funda el propio sentido común de Occidente.

La gran empresa a la cual somos convocados consiste hoy en restaurar el sentido común de Occidente, el buen sentido de la Buena Gente. Hay que reconstruir los cimientos de la Civilización Cristiana. Más aún: es preciso comenzar por la consolidación del contrapiso en que se apoyan esos cimientos, por afirmar las bases que servirán de sustento a las primeras piedras que es preciso volver a colocar en su sitio.

Hay que empezar por recordar a voz de cuello olvidadas verdades de Pero Grullo, tales como que la Belleza ha de preferirse a la fealdad; que los hombres son hombres y las mujeres, mujeres; que la mentira carece de derechos; que la verdad tiene dueños y no se encuentra a mitad de camino entre el error y el acierto; que el número de quienes sostengan un error no lo transforma en acierto; que los extremos no se tocan; que es legítimo acudir a la violencia en defensa de la justicia y del honor; que la salvación eterna de sus gobernados no es un asunto ante el cual los gobiernos puedan permanecer indiferentes; que la homosexualidad no es una libre opción de vida sino una aberración glandular; que el aborto es el más cobarde de los homicidios; que la autoridad paterna no es una manifestación machista; que el feminismo ha cavado la fosa en que fue sepultada la galantería; que los hijos son una bendición de Dios y no un factor agravante de la explosión demográfica; que la ecología está muy bien, pero que la naturaleza ha de estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la naturaleza...

Tales cosas y muchas otras es preciso restablecer, suscitando a su respecto la aprobación espontánea e instintiva de las multitudes para, a partir de ello, alzar otra vez el armonioso edificio de nuestra derruida Civilización. Como verás, se trata de una labor cultural, que presenta en su ápice una misión religiosa y que configura la instancia previa para cualquier emprendimiento político. Admitido lo cual comprenderás la magnitud y la trascendencia de la batalla entablada.

Juan Luis Gallardo – “Las lecciones del Capitán” – Lectio Colecciones 2006