Este es un pequeño texto extraído del libro "Tradición y progreso en la Iglesia Católica" (España) o bien "Tradicionalistas y progresitas" (Argentina) de Mons. Luigi María Carli.
Falso concepto de progreso
El progresismo católico toma el nombre del progreso, pero torciéndole el concepto y el uso.
Los progresistas tienen la obsesión del progreso, que identifican totalmente con la modernidad, y a ésta con la verdad y la bondad. Por esto, tienen el temor infantil de no ser suficientemente modernos, es decir de no ir al paso con el progreso. La acusación de retrógrados, conservadores retrógrados, ruinas históricas, de matusalén, etc., los pone de tal modo que, para tenerla alejada de sí, deben pagar el precio de la irracionalidad y contradicción en que caen a veces. He aquí el motivo psicológico de su fobia, apriorística y ciega, por todo aquello que tiene sabor de pasado; de su apertura a aquella que Pablo VI ha llamado cronolatría: “para ser modernos encuentran bello, imitable y sostenible, todo lo que ven en el campo de los otros, e insoportable, discutible y superado todo lo que se encuentra en nuestro campo” (Pablo VI)…
… ¡El equívoco del fatídico nombre del “progreso”! El progreso de la Iglesia y para la Iglesia, no puede ser sino el aumento de la fe, de la esperanza y de la caridad: el crecimiento “en la gracia y el conocimiento del Señor y Salvador nuestro Jesucristo” (2Pe. 3, 18). El desarrollo de la organización exterior, el aumento de la resonancia a su alrededor, la benévola aceptación o la tolerancia que, por motivos puramente humanitarios, el mundo siempre le reserva, no forman parte del verdadero progreso de la Iglesia.
Cierto, el progreso humano cuando es auténtico, puede ofrecer a la Fe útiles servicios, pero sólo extrínsecos. Jamás podrá identificarse con el progreso de la Iglesia. “El cristianismo no es una religión de progreso, y tanto menos del progreso. Es la religión de la salvación” (Peguy). Y Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios: “El verdadero crecimiento del Reino de Dios no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humana”. Tanto menos cuando se trata de una civilización materialista, como la actual, en la que el espectacular progreso científico y técnico del homo faber es acompañado por la pavorosa regresión moral y espiritual del homo religiosus. Frente a semejante ídolo, que los espíritus más agudos del mundo cultural denuncian como el responsable número uno de la crisis actual de la humanidad, gente de Iglesia se arrodilla extasiada, haciendo pasar por Reino de Dios al más bajo nivel del proceso de humanización.
Del progreso humano no es lícito tomar prestado ni siquiera los cánones del progreso cristiano. Son dos realidades totalmente distintas, heterogéneas. El progreso científico y técnico no conoce involuciones ni regresiones. No se regresa a la edad de piedra. Un descubrimiento, una vez hecho y aceptado, es adquirido para siempre por todos y será siempre posible perfeccionarlo, pero no destruirlo. Los descubrimientos se suman uno al otro, y juntos forman un patrimonio que se transmite a los posteriores y que cada hombre, naciendo, encuentra a su disposición, si quiere. Nadie reinventará la rueda o el motor a explosión. Y la ciencia humana es relativamente rápida en valorar la importancia del propio descubrimiento, y en derivarle las aplicaciones prácticas.
Pero no sucede así con el progreso de la Iglesia, porque es de carácter totalmente sobrenatural. Las virtudes teologales del uno no se suman con las del otro. Fe, esperanza y caridad no forman un patrimonio transmisible hereditariamente de padres a hijos. Aun cuando exista una “cristiandad”, es decir un ambiente familiar y social impregnado de los principios cristianos, la conquista y el crecimiento de las virtudes teologales son un hecho exquisitamente personal. Es el hombre que se encuentra con Dios y le acepta el don de salvación, respondiéndole con todo su ser. En este sentido, cada generación que nace está para evangelizar como si nos encontrásemos en el año cero de la era cristiana. Y éste es un campo donde, junto a los progresos espectaculares (los Santos, por ejemplo), son posibles y reales, desgraciadamente, los eclipses del pecado, que todo el progreso científico y técnico de este mundo no alcanza a impedir, antes, puede darse que los favorezca.
Los tiempos y los momentos del genuino progreso de la Iglesia llegan ante todo como don gratuito de Dios. Las estaciones del espíritu no son, como las de la naturaleza física, previsibles: “el Padre las ha puesto en su poder” (Hechos 1,7). La voluntad del hombre no tiene más que ofrecer la propia colaboración y, cuando arriban, una sincera aceptación. Ni siquiera para la Iglesia es siempre fácil discernirlas en su conjunto con prontitud y seguridad; y sería injusto echarle la culpa por todo retraso eventual. La Iglesia, más que correr detrás del progreso de las ciencias, de las técnicas y de las ideologías humanas, más que hacerse gregaria de la mentalidad y de la moda corriente por temer a “perder el ómnibus”, tiene la misión de correr detrás de las almas, una por una, para entablar con ellas aquellos coloquios de salvación, aquellos discursos sobre lo eterno que el flujo vertiginoso del progreso mundano hace correr el riesgo de olvidarlos.
Falso concepto del hombre y del mundo
La lógica del sistema obliga al progresismo a ver en el hombre al artífice y fin del progreso científico y técnico, a aquel que con sus fuerzas connaturales e inmanentes tiene en la mano las palancas del propio destino, el centro del universo. Humanismo antropocéntrico. Todo, a medida del hombre: no solamente las relaciones entre el hombre y el universo creado, sino también las relaciones entre él y Dios, suponiendo que no haya ya abandonado “la hipótesis Dios” como innecesario para la explicación de los “misterios humanos”.
Naturalmente, también el cristianismo a medida del hombre. Esto significa que no es necesario que Jesucristo sea el Hijo de Dios (se llega a hablar de “cristianismo ateo”), el “siervo de Jahvé”, encarnado para hacer la voluntad del Padre y predicar el amor a El. Basta, para tolerarlo, que sea el predicador del amor al prójimo, y que este amor se identifique con el compromiso por la cultura, el bienestar económico, la reforma de las estructuras dentro de las que vive el hombre.
El cristianismo, entonces, se disuelve en el humanitarismo: se vuelve religión del hombre en el mundo. Su dimensión vertical y escatológica se desvanece. La salvación sobrenatural se reduce a sociología; la dogmática a antropología; la fe a ideología; la caridad a filantropía. El Evangelio no sería más que la respuesta a las situaciones históricas del hombre, en defensa de sus derechos. La justicia del Reino de Dios no sería otra cosa que la justicia social de la ciudad del hombre. “La socialización – ha escrito una autoridad eclesiástica –, no es sólo un hecho inevitable, sino directamente una gracia de Dios”; con la lógica consecuencia de que “el cambio del mundo impondría un cambio en la concepción de la salvación traída por Jesucristo”.
El mundo. He aquí el mismo ídolo de antes, que regresa bajo nueva denominación, no menos equívoca que la otra. Es aceptado un solo significado de esta polivalente realidad: aquella que ve en el mundo el objeto del amor de Dios, el campo de la acción de Dios, la palestra de cristificación del hombre. Pero se quiere ignorar el otro, no menos bíblico, significado del mundo: “que yace completamente en poder del Maligno” (1Jn. 5, 19), del Satanás es “el príncipe” (Jn. 12, 31), por el cual Jesús se ha rehusado a rezar (cfr. Jn. 17, 19), porque es obstáculo al plan divino de salvación.
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